Persuádase el predicador que, como el diácono cada año, sin enfado suyo ni de quien lo oye, canta el mismo evangelio y, si tiene linda voz y lo dice con buena gracia, da gusto, así sube él en el púlpito no más que a declarar lo que el diácono ha cantado y, si lo sabe bien decir, eso basta para ser bien oído.